El blanco es el color de la indiferencia.
Su cuerpo, como en una lección de anatomía,
trasluce la osamenta bajo los pliegues de la piel.
Algo murmura, sus vocales son tristes,
si se agita el dolor clava alfileres de enfermedad
en los miembros enflaquecidos.
Nunca me habló como un padre,
yo noto su culpa, la urgencia que se muestra en los ojos,
en las manos temblorosas.
“Pareces un bicho atrapado por los cables de una máquina vengativa”, pienso yo.
“No es tan mayor, solo que fumaba mucho”, dijo la visita.
La habitación, los pasillos, huelen a desinfectante,
el calor se pega a la ropa como un labio húmedo.
Le dejan doce minutos para caminar hasta el vestíbulo,
torpemente se levanta, arrastrando las vías de plástico.
“Ven, por favor”, dice, en un susurro.
Como si de verdad le importara me pregunta por mis estudios,
cómo estoy, qué planes tengo.
Al final solo repite dos palabras: “tu madre…”
Digo que "sí", que "lo sé", con la seguridad fingida de un mal actor.
El futuro es un amanecer ignoto, en qué lugar, de qué manera, con quién…
Creo que él ya no podrá conocerlo.
¿Y yo?
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