Es como un jardín que ha
florecido
pero que aún guarda escondida
su raíz.
El río, entre la sombra de
los abedules,
corre ágil, con su murmullo de cisne
hacia la boca del mar.
El sol de agosto cae limpio y
crea un arco de luz,
reflejos de cal, de pizarra y
granito, junto a la iglesia
el cementerio es una
dentadura con apellidos que se repiten
hasta el infinito como hilos
de una red en el lienzo de un pasado
que no acaba de morir.
Hay imágenes que, de pronto, vuelven a
mí: la bicicleta amarilla
con sus pedales que giran
igual que aspas veloces,
los baños en el río, los
juegos en la plaza y, a veces, la lluvia
asomando por la colina sur
con su sombrero gris
y sus racimos de agua feraz.
Y la voz de la abuela,
llamándome,
cuando la noche reina como
una diosa.
La aldea es un pájaro que trina
la dulce canción de la
infancia.
Y yo que la escucho desde el presente, sonrío.
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