Lo que llama la atención del casco viejo de las ciudades
es que siempre está igual
-sin referirme a terrazas,
comercios o residentes
que son como las flores vivas
de un jardín de piedra-.
Nada cambia allí, ni la luz, ni los edificios,
ni el color gris o amarillento de las fachadas antiguas.
El de mi ciudad no es una excepción,
me doy cuenta ahora que lo visito al alba,
-sin turistas ni borrachos
ni nadie que madrugue para ir a trabajar-,
solo el sonido de mis pasos repicando en las losas,
y el color malva del cielo entre cornisas oscuras.
En alguna época se construyeron para languidecer,
con sus bloques de granito o de caliza
y sus iglesias con plazas
ahora desiertas.
La vida no está aquí, la vida no es la eternidad,
la vida es todo lo contrario:
un saludo a lo efímero.
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