Desnudo el árbol de mi casa con la hoja multicolor
del ensueño, y no hay laberinto, ni espejo ni red,
solo un tatuaje en la piel donde las historias son fruto
perenne, raíz que ancla su singladura en mi corazón
como un aro de luz que recorriese la sangre sin atavío
de la vejez, aquella claridad que nunca llegaba al azogue,
el lento devenir de la música en mis oídos que recogían
como en grácil cuenco de manos las letras y la armonía
de una canción de amor, las voces de las niñas, el viento
musculoso bailando con el cristal la sinfonía impetuosa
del aguacero, y todo en mí: las grecas del piso, la pared
granulada, los muebles de caoba, los cuadros sin firmar,
las fotografías antiguas, el cristo doliente en la cruz...
y la habitación de infancia como si en el alma un hogar
eterno palpitara conmigo bajo la nítida voz de la memoria.
 
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