Se trataba de un viento áureo, cenital,
un aire mezclado con las sombras que en
la estela del mar morían.
Nos empujó el sueño de las alas,
el viaje era un dibujo sobre un papel
que después de memorizarlo rompimos,
como si no quisiéramos dejar huella de
nuestra sed de pájaros
en busca de un calor lejano.
El automóvil como un animal rodante nos
llevaba al sur,
olivares en el horizonte, la arcilla y la
teja,
los pueblos en racimo como fruto
desprendido de un árbol celeste,
y la memoria de la cal bajo mis párpados
que anticipaban el color donde refulgía
la luz.
Pero fue el avión un látigo que cruzo la
primavera del ensueño,
el país del río gris, del puente y las
estatuas, del canto de los violines
como un murmullo de flores, del reloj de
los oficios en una esfera luminosa.
Y el tren sin mañana, de cristales opacos,
y fotos sepia,
cabalgando los raíles, en un tránsito fugaz que
nos llevó
hasta el corazón de una ciudad de colinas
agrestes
bañadas por la bruma del invierno.
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