El ramaje lánguido oreándose con
lentitud,
esquejes de capullo fértil, peciolos como
columnas
en sus hojas de geometría irregular.
Los tentáculos de las raíces son dedos
firmes
que se anclan a la arcilla con la fe indómita
del cruzado,
el mástil de sus troncos, de piel dura,
de corteza rugosa,
igual que fósiles del tiempo, enhiestos
pedestales que crecen hacia la luz.
Con brazos longilíneos, de fruto y flor,
con sus copas de urdimbre
traspasadas por el viento ártabro, con la
cicatriz de los nombres
en su pecho de madera añeja, con el nido
de las golondrinas
o de los petirrojos y el canto de las
alondras fluyendo por el trasluz
del enjambre verdoso, con el cielo azul
como corona;
los árboles son memoria de la vida,
vergel donde nada muere
sino que todo revive, una y otra vez,
como en un sueño que no cesa.
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