Un mapamundi irisado brilla al trasluz de la tarde en calma.
Es una lámina frágil que brota del suelo como un espejo feliz.
En él veo un azor que cruza el vientre de una nube, la estela
de un avión sobre el azul más otoñal, tu rostro que vuelve como
un poema nunca olvidado. Y me sumerjo en su faz líquida, hay
castillos de rubís, hay nenúfares que brotan en el alfil de los cementerios,
hay hipopótamos de juguete en un jardín de amapolas, pájaros
sin alas que habitan bajo tierra, pueblos en miniatura con aljibes de coral,
hay pérgolas que dan sombra a plazas de alabastro, hay catedrales
de espuma con lápices como torres, hay golondrinas de papel
que se aman bajo los cobertizos emparrados, hay ríos de cristal
que refulgen al sol y bosques eternamente cubiertos de una nieve gris,
hay lámparas que vuelan, su luz es un nimbo que corona mi cráneo,
hay colinas de ojos grandes y un abedul con guedejas de lapislázuli.
Adentro también estás tú con el parasol abierto, sentada junto
a una fuente de marfil, a tu vestido con volantes lo mueve el aire,
me miras, mientras yo, nauta en el mar de tu edén, te entrego mi desnudo,
mi alma y este texto donde alienta todavía la flor de una rendición.
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