Como un pez
que se aleja de la costa
y se
aventura en el mar, así fue mi despedida.
Permaneció
el hilo de la comunicación
y el deseo
con sus dientes de plata
fiel al
impulso tenaz de la especie,
agazapado
como un felino que no mostrara el sexo,
solo la
sombra traslúcida que se adivina
detrás de
los pliegues de un vestido.
Y de pronto
el uno que soy vuelve a ser múltiple-dos-
porque la
carne es un imán,
el lado
oculto del sueño.
En el
corazón de las ciudades no hay noche ni día,
hay un
automóvil que viaja, las manos que se juntan,
los labios
que se unen, los dudosos perfiles de los cuerpos
en innúmeras
habitaciones de hotel, el alcohol como un rito
que dormita
en el fondo de los vasos, las iglesias, las catedrales,
los ríos, la
cal de los pueblos del sur, los puentes y las colinas,
el mar imponentemente
azul, los parques y las pérgolas en flor,
el agua
mansa de los lagos, los museos y la suciedad multicultural
de los
vagones de metro, los barrios de extrarradio, y la pobreza
acechando
en las esquinas como un lobo moribundo, una multitud
de gente
anónima en las plazas, en las calles, donde el comercio
refulge y tocan los músicos canciones de amor, de tristeza o de júbilo.
Creamos así
una red invulnerable, un tapiz donde el reflejo
del sol es
un paraíso, donde la urdimbre es el futuro,
donde tres
figuras, unidas sus manos
delante de
un edificio con jardín, sonríen.
Es el esbozo
que un día trazó Juan,
el hijo
común,
que a los cuatro
años
y, sin pretenderlo,
dibujó
sobre un papel
la
esperanza.
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