Llegan,
olímpicos, con sus batines blancos y sus gorros de colores.
Tienen
sesenta, setenta u ochenta años de vida.
Siguiendo
un ritual se desvisten-las mujeres trajes de baño negros,
los
hombres bañadores ajustados al bajo vientre-.
Caminan
en círculo, durante un rato,
en
silencio como extrañas aves que no vuelan.
Son
la diez de la mañana de un día de invierno,
el
sol atraviesa la bruma, el mar está tan calmado
como
un espejo líquido.
Ahora
sin moverse del sitio agitan sus extremidades,
no
son pájaros porque no quieren volar
solo
sentir calor del cuerpo antes de adentrarse en el agua.
Y
se arrojan a la piel fría del océano con decisión,
patean,
los músculos tensos, reviven, con cada mínima ola
que
les llega y a la que vencen con su ímpetu senil.
Al
salir es como si la vida les devolviera un pedazo de tiempo,
su
corazón late durante unos minutos con fuerza
y
se abrazan felices como niños.
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