Papel pintado y moqueta de los años del baby boom.
No es bastante el papel para esconder la pajarita blanca del reloj,
la cómoda de palosanto,
con los rostros como gárgolas en su frente,
el rechinar de las puertas
que almacenan los rastros de la conmemoración.
El salón guarda palabras invisibles,
las paredes con su reflejo de comidas y cenas,
la lluvia del televisor en la convivencia del círculo.
Hace frío incluso entre las faldas del brasero.
Alguna vez me fijé en el dibujo de las fuentes
que decoraban los insomnios.
Búcaros altivos, el azul de la pérgola,
un estallido en los bordes como carne viva de la porcelana,
y la mínima estatura del sofá, fulgente por los cuerpos
igual que un nido iluminado por el tubo catódico del color.
Hay un elemento que trastorna la armonía,
así la abuela desde el cuadro oscuro,
torres inmoladas, los hombros alzados,
el bozo imperceptible,
la morena sed de la inmortalidad.
Solo un recuerdo permanece inmortal,
la atardecida cuando la ausencia es un dios
y yo me estiro sobre la alfombra
mirando el techo perfilado,
sin que sepa que a ese día seguirá otro día
hasta que deje de ver la arquitectura amorosa
de este hogar que fue volátil espejo
de una vida perecedera.
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