A veces, en las horas tardías, me fijo en los cuadros:
paisajes que exhiben la claridad de los cielos,
la mixtura del color,
bosques o colinas bajo la infantil luz del alba,
campesinos que esparcen, sin pausa, el heno.
Los retratos, a su vez, afilan la mirada,
se observan como duelistas,
mascullan un odio atrabiliario.
Yo paso, entre ellos, en silencio.
De reojo percibo su extrañeza
y busco, como retándolos, la perfección pulida de los espejos,
mi rostro y sus muecas,
el anverso delator del perfil,
la timidez de la escápula bajo una piel
que, jamás, recibe la luz.
Aquí, en esta casa de diálogos fantasmales:
el cuco restallando los cuartos,
los secretos de las niñas en la habitación de las muñecas,
la música excesiva que perturba a los vecinos,
el frenesí de las moscas al que no hallo lógica;
quien realmente habla es mi consciencia.
Ella me dice: "Ramón, siente en el hemisferio de cada segundo su fulgor,
deja que el reloj fluya en ti, sé cauce,
aire, brillo que adorna el silencio,
pájaro que vuela dentro de sí
hacia el lugar donde morirá la luz".
Me acerco a la ventana más grande, miro
y me doy cuenta de que la vida es como una flor
cuyos pétalos se alzan sobre las calaveras del tiempo.
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