martes, 16 de julio de 2019

El viaje



Parecía irreal el día.

La luz añil de las primeras horas
se reflejaba en los espejos de tus lentes
como un saludo del verano.

En el avión blanco y azul,
la ilusión del turista en los rostros,
el acento suave de las azafatas
y tu temor de paloma herida.

Ni a ti ni a mí nos gustó el hotel
-de estructura funcional, anodino-,
un hotel alejado del pálpito de esta urbe milenaria,
de su río lento y sus balcones sin memoria.

Aprendimos alguna palabra cortés
-dóbre ranó o děkuji-
en el metro la costumbre del silencio
y afuera gente tranquila, rubia, alta
como espigas de lúpulo.

Recuerdo la plaza del reloj,
los músicos tocando en las calles sombrías,
los puestos de fruta y verduras,
el agradable olor del pan recién horneado,
los libros antiguos expuestos al sol de agosto.

Desde las orillas del Moldava se veía la fortaleza,
gris, fósil como una nube de piedra.

Con lentitud cruzamos el puente
sintiendo que eran las estatuas un desfile marchito,
la torre a la espalda y el ruido imaginario de un cañón,
el clamor de las herejías, el tronar de los imperios
y el sueño de Kafka en las casas de colores.

Yo te sugerí que nos acercáramos al parque acuático,
hasta aquel bosque en la colina,
lejos del castillo y los comercios,
de la multitud que subía o bajaba sin tregua.

Y ya solo fue caminar sobre los adoquines seculares,
repitiendo con dulzura vocablos desconocidos
-Staré Mesto, Hradcany, Josefov-
como si así hiciéramos nuestro
algo de esta hermosa ciudad que es más ayer que hoy,
más historia que presente.

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