martes, 30 de julio de 2019

La ciudad que fui



De pronto me escupe el aire inclemente del invierno.

Azotan el sur del faro las olas bravías del atlántico,
todavía la luz no surge entre los cirros
cuando los vagabundos y los jóvenes
golpean con su rostro las quimeras de la madrugada.

Me visto con la palabra en los bolsillos
porque hablo cada minuto con las calles que son sangre mía,
porque la crestería de los tejados
refleja la sombra que voy tejiendo
en los intersticios de este mosaico que llaman cuadrícula,
urbano acontecer como flor de herencia que yo recojo
en la filigrana de mi cuerpo.

Ya estuve aquí, mucho antes de ayer vi el haz de la torre,
pisé las orillas de una playa fugitiva,
vislumbré el huso de una península que flota
como un buque acrisolado entre bahías dulces.

Soy hijo de la sal, de los oficios y la red,
de las barcas que asoman gráciles en la dársena
de cristales ebúrneos.

No hay golondrinas ni su mensaje de locura,
hay gaviotas que rondan como murciélagos diurnos,
su osadía acecha el mirar inocente de los niños.

Yo conocí la solemnidad de la piedra
en monumentos que nadie visita,
pausas de amigos en las plazas
donde los castaños huelgan como señores de la historia.

Hoy vive aquí el mercurio del dinero,
un fetiche, puestos engalanados,
falacia en el presente,
enseñan los ritos del Medievo en horas de enjambre
bajo las parras que ocultan el verano.

Todavía sueño con la ciudad que fui,
la que siente la humedad de las aceras,
la que se esconde en los bares, en la secuencia del mar,
la que resiste en la ternura que ahora mismo siento
al recordarla.

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