Impávida ante la quietud del ojo de agua,
azul la crestería, al borde de los hombros
el surco-puente para qué. De meandro fósil
su perfil, hasta la delgadez del álamo.
Sin artificio el ribete, ya cesa el viaje en el cantil,
acostado su dorso en la silla taraceada,
se alza el tamiz del pintor hacia la luna de la frente,
el pelo levemente ensortijado, la desvaída faz entreverada,
la piel como voz de un filtro de aromas indelebles.
Su maquillaje el nudo de un espasmo, la mirada
no es mirada sino don de altos humos o briznas
que el aire transporta en su conveniencia de amor.
Un rostro y la comisura como el arpa dulce
que encandila la mortal querencia del suceso.
Triste o álgido misterio la misantropía del silencio,
te mira desde los recovecos adonde no llega la razón.
Descubre en la geometría de su nombre una sonrisa
de archipiélago, un cabo que trepa hasta su pecho
y desciende a la blancura de dos manos que se rozan
en la eternidad sin pausa de los siglos.
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