viernes, 19 de julio de 2019

No dejo de oír los ladridos de la ausencia

Tú te acostumbras a la lluvia, yo en el taxi navego triste.
Es el adoquín la flor amable que brota. Un ojo gris
y el carmesí del hierro fulgente. Doblez en la esquina
que nos dibuja como un laberinto sin piedad.
Vendrá el ardor hasta mí, desprendido de tu sien,
obnubilado, desde el crepúsculo de la sinrazón,
frágil, rubio, dulce como el pan de los famélicos.
Quiero la química de la sangre perdida, el arcaico gen
de la medianoche, las jirafas muertas en la duna.
Tu sonrisa late en el aire de la madrugada, hay eclipses
en los verbos que no se dicen, las parejas acostumbran
a soñar con labios. Tantas promesas y su fantasmal huida,
tanto el insistir del oleaje, prorrumpe tu voz como un arpegio
de címbalos en el pub insomne. No dejo de oír los ladridos
de la ausencia, es insólita la permanencia del amor, los días
del hijo nonato, la memoria que eterniza la huella común,
el soliloquio eréctil de las palabras volátiles. Y de pronto,
un recuerdo cruza el haz de lo vivido y deja un jardín sin rosas
donde solo florecerá la quietud de los mosaicos.

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