El tiempo ya reclama en mí su precio.
Añoro el ángel iluso que se enfrentó al sol,
las caras del amor, el rebumbio de los juegos,
la raíz donde florece la vida.
Aún soy carne húmeda,
átomos rejuvenecidos por la lucidez de la memoria,
verano en el invierno crudo de la realidad.
¿Cuál es la deuda, el óbolo que pagaré
por las palabras prohibidas de la juventud?
Yo escribo auroras y es así como la luz crece en los hemisferios del ocaso.
Yo sé que las vértebras aguantan el dolor de la caída.
Sé que los fuegos no logran calcinar del todo
el voluntario enigma de sobrevivir.
Me duele el silencio de los labios
porque la voz apenas mana de la boca
y susurra un aullido hacia la luz
y vuela sobre las antenas de los tejados
como una brújula que señalase el secreto de la constancia.
Aquí, rodeado de noche,
recupero la fe en del devenir
para ser manantial que fluye por su cauce de agua mínima
junto a las horas longevas que reclaman un jardín perenne.
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