Siempre el dolor está presente en los minutos.
Sus agujas de hielo bajo los vértices de la piel,
el aullido que recorre las venas hasta el núcleo
del corazón, la pérdida que escribe un adiós perpetuo
entre las horas. Acompaña el dolor al sueño de los latidos,
al dulce remanso de la respiración, al silencio y a la sombra
que ya no es sino un reflejo caído o una realidad informe.
El dolor habla por mí, seduce a mi voz con los cantos
de un réquiem, me espera en la mirada que disuade
a los espejos, habita los oasis donde la felicidad
es yerba raída. Pero, también al dolor, se acostumbra uno.
Duerme contigo en las noches sin alba, recorre los días
a tu lado como un perro fiel y triste, te busca en las orillas
de la placidez y te arrastra a su nido de velas apagadas.
Sí, también al dolor se acostumbra uno.
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