Me dicen que tengo que poner fecha al misterio,
al símbolo, a los botones que dan inicio al color.
Llueven ascensores mientras la llama azul come tejados,
estaciones, parques cuyas encinas mienten.
Envueltos en cristal
como astronautas del silencio,
acurrucados en la corbata gris de un idioma,
entramos a la sombra, lejos de los adoquines
y del siniestro transcurrir de las orugas.
Hay cuadros, filigranas,
fotogramas que inmortalizan el aullido
y bustos sin cromosoma, trasatlánticas mujeres
con dientes de esmeralda.
Es una exposición de ojos encendidos
y bronce en las pestañas. Yo te digo, “mira el músculo,
la armonía de ese hombre que es sólo aire
o siente en el pavor del hierro el corazón de una madre huérfana”.
Se trata de dar pasos porque la raza de los pinceles
también conoce el sosiego, mujeres que miran arañas,
trinidades en la geometría de los vasos,
papeles, periódicos, guitarras…
Y en la gran ventana hay hambre de caballos
o de máscaras que abren la niebla
con largos brazos de cometa(y un candil, y un vientre
y unos pechos rojos).
Yo busco la abstracción de los colores más simples,
la llama negra de los labios granates.
Me digo que es un museo y que no existe viento capaz
de morder el delirio. Como un profeta, como un asteroide
golpeo los imposibles trazos del sueño,
las increíbles huellas del ser.
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