La calma del río, el aire posado en mí,
un murmullo de pájaros australes,
el ovillo de tu cuerpo
bajo la serenidad de la luz.
Son los días un fluir de esporas azules,
lánguidamente el pudor de las cortinas
atrapa la claridad, el color se transparenta en haces lívidos,
las agujas de un reloj inexistente
se doblan en sí mismas
y niegan la corriente de la vida.
Es extraño sentir la docilidad de la pausa,
afuera el mar encubre los cantos de la arena,
lame el vacío de las conchas,
se viste de una espuma indolente,
expele una aroma de algas y yodo
tan sutil como el aliento de un niño.
El verano en tu pecho suda dulzor,
los rizos que posas en la almohada
son un bosque de plumas alegres,
el perfil con que recortas el espacio
describe la perfección de un esqueleto joven,
de una carne húmeda.
Siento en mi interior la alergia de la quietud,
me digo que tan solo se trata de dejarse llevar
por el caudal de las horas
que han olvidado su destino de jungla
para ser el núcleo de una paz que te quiere
y te besa como un hada dulce
o una mariposa que anida en tus labios
antes del último vuelo.
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