Me atrae la luz como a una mariposa feliz.
El atardecer pasa demasiado lento
con el latido unísono de los relojes
y la costumbre altiva de los días.
Quiero el espacio libre de la ventana
y su rectángulo maternal.
Quiero la música
como felpa, crisálida o himen
donde nadar ausente.
Todo el atardecer es una ola quieta,
desde la espuma de mi mar
brilla la flor de los cuerpos,
su idolatría de navíos distantes
o el alma de los faros que liberan
de calígine la ciudad.
En la habitación de los ecos
huele a brotes de bulbos
que nadie imaginó,
la armónica cadencia de las notas
sube por las paredes taraceadas,
se refleja en el crisol del espejo,
busca el arrullo de la luz,
un cuadro donde muera la nostalgia.
Sé que tú compartes conmigo
la idolatría infantil por los sueños;
en la mirada, tras los cristales,
un río común elige la calle
como ansia o cenit
bajo el que fluya el meteoro de la juventud.
Ya no volveré al espacio en que la claridad duerme,
lejos de mí habito el lugar
en que la sombra es un arbusto
de placidez y ausencia,
la orilla resguardada
donde pueda envejecer sin pudor .
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