Accedí en el horario de las seis.
Nada en los bolsillos
solo hambre y sudor
en el naufragio de un día de julio.
Aire de nieve, besos de pingüino,
rumores de estiércol
en la camada que se adentra o sale
-planta uno-.
Ya, sí, el brillo de carnavales en jaulas de cristal,
bisutería de entretiempo, marroquinería alada,
pañuelos de grecas azules
y un ruiseñor en las espitas del altavoz blanco.
Subir al arrollo de los vestidos
-planta cuatro- cadáveres sin esqueleto
en las perchas y esponjosas muestras de lana y tul,
de fibras en arrullo o maniquís dudosos.
“Mamá, tú no lo entiendes”
-el uniformado ejemplo del tótem
advierte que lo imposible es su tarea-.
Lo sabía, lo sabía, lo sabía…
Resulta tan estrecho el símil del paraíso,
marionetas o títeres, el menaje sonríe,
los libros son granos de un abedul insomne,
la tecnología reclama
la festividad infantil de todos los sueños.
Y yo que nací deporte dibujo con mis pies la habilidad del ciclista,
la bota perdida del niño feliz
-planta siete-.
Al bajar la escalera mecánica
imagino el rumor de los espacios húmedos,
un claro de luna en el trigal donde acostarme
con las alas plegadas y una sonrisa libre
en los omoplatos.
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