Cada día una paloma transita la tejavana.
Veo su perfil a través de los visillos, escucho
el gorjeo, el espasmódico desliz de su figura
al pasear por la cornisa, el plumaje verdinegro
irisado por el sol. No cesa de moverse hasta que
al fin se detiene y expele en el mármol un pedazo
de hez diluida. A través del retal puedo sentir sus ojos
de muñeca. Esta paloma es mi única visita, en la plaza
las demás caminan tontamente, picotean residuos
de piedra, beben en la fuente con la constancia
del tiempo detenido. He pensado que a mi casa
la considera su casa, y yo no voy a negárselo.
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