Esta
claridad con labios que besó a la noche,
este sonido feliz que silba viejas canciones,
el arrullo
del mar sin las rizadas olas que el puerto mata.
El color
que duerme y se expande como tinta en los vidrios,
la sal,
blancura de sal en la piel recién bañada de la mujer morena.
La playa es
un arco amarillo, ataúd de algas, lágrima infinita
de un sol
ardiente, la playa de mi niñez que divide el espigón,
arena
amorosa que trae rumores de infancia.
El viento irrumpe como el golpe de un látigo,
el esternón contraído ante la febril estatura del aire.
Yo recuerdo
así aquella mañana de agosto
cuando la ciudad
empezó a dejar de ser mía.
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