El viento ártabro con su flor oscura, no blanca, no aliento de sirena en el marfil de tu vestido, blondas y golas, dibujos que parpadean, el faro eres tú y yo la cornisa que no se atreve a mostrar su alero ante el rayo, la llama, el candil movible de tus párpados, y mi dios, mi dios de estampita y calendario, mi dios negro como carbón, mi dios de plata en la curva de un anillo, tan fino, tan esqueje, tan alfiler de carne que acompaña al abanico de tu mano, una mano que es un gesto o la mudez que atrapa cualquier duda, una mano que nunca imploró, expuesta a la luz, dócil como una lámpara, estrecha como el túnel de un hueso, verte a la hora del búho con ojos limpios, ojos sin océano, azules pese a todo, ojos grises de cielo azul, ojos de nieve virgen al resplandor del mediodía en un invierno que abre su alas al sol, el paso de la estatua, porque estatua eres que cobra vida en la atmósfera bilingüe del silencio, candor de estrella ante la fuente, iluminas el agua, le das río, le das hilo de sangre que fluye, le das la inmortalidad si te acercas y le niegas tu sombra, y yo en la penúltima fila del azar con mis catedrales viejas y mi océano de bolsillo, con mis ataúdes que son recuerdos, con el misterio de un frutal sobre la nube que detrás de tu espalda yo imagino, con cantos de esperanza, con mercurio rojo, con alfiles desnudos, con el rosario sin oración que deposito ante ti hoy que, como siempre, me ignoras, me ignoras, me ignoras…, devuélveme el clavel encendido bajo tu palio, devuélveme la noche de los lagartos que inventaron la luna, devuélveme el crepúsculo que amenazaba a la quietud con los cascabeles del ensueño; devuélveme a mí, que he dejado de ser yo, desde que tú existes.
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