Yo era
pasajero de un tren sin destino. Me vi junto al mar, entre trigales o robles o
campos amarillos como el oro sucio de la nada. Las cigüeñas y el resplandor de
las vías, la flecha de los pájaros en el horizonte, un azul y un rojo que
vierten en índigo su ósmosis. Prosigue el tren sobre dos hilos de hierro, como
halcón sin presa, como navío sin mar, continúa el arpegio monótono de un águila
que recorre los vientos, la huella de antaño, el vigor del sol cuando irrumpe
en la oscuridad ciega de la quietud, y la armonía de las luces, la noche con
luciérnagas y búhos, y murciélagos que acompañan al efluvio de este humo inconcreto
que se extiende hacia el techo lunar, hacia el ronquido de los bosques, hacia
la mariposa que crece en los lagos del silencio. ¡Ah! de la fosforescencia de
una mina abierta, ¡ah! de ese infanticidio de luna en las cabañas, los prados y
las colmenas. Qué sonoro es el grito de la lechuza, el frío sobre la espiga, la
familia del cuervo entre las hayas, el horóscopo del sueño sin mis ojos marrones como esclusa o llave o ceniza de un
rastro que viaja, que transcurre, que lentamente, con misterio, agita sus alas,
mientras finge en el habitáculo ser un ruiseñor, un cactus mudo, la hiedra que
trepa por los cristales -el mapa del sur huele a mandrágora, a cilantro, a
anís, qué se yo-, rumores en el vagón número ocho, niños que no paran de pedir agua, quejas e insomnio
y este sonido blanco de alfiles en guerra junto a mis sienes, los kilómetros
son un deseo, la voz salvadora me habla de una ciudad, mi ciudad. Ahora sé que
este tren sí tenía un destino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario