Te
aquietas, sí, te aquietas como un remanso de nubes, sientes la ola en el
vientre y el mercurio en las manos, ayer brotó la fresa en el fresal salvaje y
había nieve en los pámpanos y musgo en la piedra, ayer caminabas hacia la luz
con dos alas de oro, el viento crujía, susurraba, indolente, trinos de abril, y
el jacinto, la espiga, el pajar donde se agolpa la mies, el angosto cauce del
río como una cinta de agua, rumor de cigarras, pasos lentos que se arremolinan
como un vellón múltiple y ese crascitar apenas audible del cuervo, te llaman. La arboleda
en sombra, el nogal y el roble, el humus y la vida, el aire que cruza entre
las ramas como un soldado triste, los cultivos en sazón, laboran las mujeres con las
mejillas en flor, zuecos sin alma golpean la tierra como cantos rítmicos de iglesia. Y tú, grácil con miel de mayo en los pechos, con abejas
soñadoras, y yo, un extraño en el paraíso que disfruta la paz, el silencio, la
maravilla de un lugar donde el tiempo se enrosca sobre sí como una culebra eterna
que se solaza en el pedregal de una cumbre para así vencer a la muerte.
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