Nos han crecido alas sin saberlo.
Y un tejado de nubes es nuestra casa.
Llueve finísimamente como si las células del agua
no se atrevieran a posar su rocío en las bocas,
como si un galope de chispas al trasluz de la tarde
germinara en arco iris.
Un puente que viste el horizonte con su arcada multicolor.
Pero no somos ángeles,
somos carne y vida,
juventud de flores ardientes,
singladura de galeón en un mar nuevo.
Y somos, también, palabra de pájaro,
girasol que crece al retirarse la marea,
un desnudo fugaz que asusta a los relojes,
la fosforescencia de un fluido mortal
que transita la bóveda del tiempo.
No, no somos ángeles,
aunque tengamos alas de luz
y un halo de resplandor en los ojos
que miran voraces.
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