Cierro mis ojos mientras fluye la magia de los sonidos al sol.
Si hay silencio es que los pájaros no están,
si escucho palabras vuelvo a lo humano,
al hemistiquio de un diálogo
con las lenguas más vivas.
Si se oyen los trinos, la voz de las olas,
el lento deslizar de la nieve en la ladera,
la canción azul del coro múltiple
en un coliseo donde la paz es un ave moribunda,
el traqueteo del tren como un latido que me lleva
con su metal hospitalario hasta la dormida efigie del ayer,
escultura de un viajero sin la música de siempre
en sus oídos blancos; yo descubro dónde está mi lugar.
En el laberinto de la carne que se pliega,
en su símil de pregunta invertida,
en la retícula donde habitan los sonoros músculos de la edad,
yo el fiel arlequín que a veces es jolgorio,
otras veces memoria que reproduce el silbido de la luz,
también la onda que transmite el dolor de la tierra, enmudezco
Y no sé qué hacer cuando mil voces hablan,
cuando las ciudades gritan, cuando la mies del alba no vierte su púrpura
y yo finjo oír el principio bonancible del día
todos y cada uno de los días que me esperan.
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