Tú eres la
playa y yo el faro,
tú la
ciudad de piedra, yo la ciudad de agua.
Tu acento
lo imité con mi voz más dulce,
mi acento le dio a tus frases un ansia de luz,
un perenne fulgor.
Descubrirnos
fue como vestirse con la sombra del otro,
esa silueta
furtiva que nos persigue y nos dibuja por los suelos
y las
paredes de la casa.
De ti
aprendí los colores de la heráldica,
me
desvelaste los misterios que la pintura encierra,
en los
meses de otoño-los bosques húmedos-calzabas botas altas,
bajo un
chubasquero azul recogías los frutos de los árboles,
de los
prados y la umbría, las pálidas setas.
Yo quise
enseñarte los films que casi nadie vio,
los libros
que me hicieron mayor cuando aún era joven,
los bares
donde decirnos algo inventaba un idioma.
Dos mundos
no tienen por qué chocar,
a veces son
ósmosis de luz, de pasión y tiempo,
fluidos que
se mixturan en la ojiva del ser.
Y es que,
de pronto, ya no somos extraños,
tú me miras
como yo me miro;
y yo te veo
como si un espejo
reflejara
tu alma
con la
forma de la mía.
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