Recordaré
la huella cuando despierte
y al fin la
sombra no exista.
Hay una
constelación que se dibuja en los techos,
una
ferocidad de números que el reloj marca con su luz roja,
mis ojos no
necesitan párpados, ven, sin verla, la latitud de la umbría,
el río de
la penumbra, mis oídos escuchan las voces
que la
radio expele como un viejo ventrílocuo en éxtasis.
Ando sobre
el parqué del suelo artificial,
me llaman
los gnomos perdidos de la aurora,
el grifo
gotea y yo, con ansiedad, lamo su molécula gloriosa,
su
manantial conciso que gotea en la cruz del fregadero.
Bebo un
trago del vino de ayer,
no sé si
busco en mi memoria una luz,
solo sé que estoy condenado a transcurrir por las vías de la realidad,
pues los
sueños pertenecen a otro,
a mi otro
yo que ahora dormita
en la cama
vacía.
Igual que
un sonámbulo camino a ciegas,
rastreándome
en los pasos que ya di.
.
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