Peiné mis cabellos con el albor del día,
olvidé los zapatos de la infancia,
me vestí de jacintos y piel nueva,
fingí una doblez que inquietara a la sombra del espejo
en la vertical del ojo sin párpado
-antes del estrépito del reloj insomne-,
aireé las sábanas sin dibujos, grises,
neutras como una bandera invertida.
Una secuencia de pasos y trece dudas pisan el verdín
sucio del granito,
mis pies crean olas donde nadan las pequeñas sirenas
del amor,
la estatua ya no señala un sur,
son signos de hastío,
campanarios ciegos
sus índices rotos.
Qué languidez la del tilo en el sitial,
el mapa de la geometría es simple:
los lugares al azar, el rebumbio infantil de la
colmena
que dignifica el punto en que la física de un
esqueleto
se posa sobre los andamios del saber.
Ahora solo existe el polvo que irisa la claridad,
los verbos, los pronombres, los adjetivos que bullen,
los bolígrafos de cristal
lo mismo que felinos salvajes,
el blancor del papel, la tinta azul del autómata,
el diluvio legítimo del conocimiento
que penetra hasta la sima más núbil
donde moran
mis oídos vírgenes.
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