La ciudad deja un eco en mi garganta,
un halo sin vértebras donde no logro izar tu nombre.
un halo sin vértebras donde no logro izar tu nombre.
Otras raíces de mármol,
las pieles de púrpura en las esquinas
con dibujos apócrifos,
un áspid que ruge bajo el rocío de las calles indómitas,
tan ajeno al silbido de la tribu,
tanta historia sin descubrir en el mismo faro viejo
que iluminó tus ojos de orquídea.
El jardín acaso existe entre los muslos del cristal,
altos edificios como lingotes neutros besan nubes de almidón,
enjambres que no llueven ni una lágrima por ti.
Esta ciudad de las mil máscaras
estrecha su cintura para que los vástagos elijan
entre el bronce de los campanarios
y la sed roja de los decilitros en éxtasis.
Nada nuevo
y, sin embargo, los ropajes expulsan palabras de amigo
y las niñas como tigres de alabastro
comen el aire con bocados de lapislázuli.
Es el silencio de los monstruos un alud vacío,
el paseo junto al mar donde ya murió el coral
despide un microscópico fulgor de imágenes perdidas,
las plazas rotan en esferas de tiempo,
son las mismas,
pero ejecutan acrobacias de ángeles
como si la eternidad no existiera.
Recoge los pámpanos de fibra ardiente,
el vino del dulzor, tu acacia inmortal,
las preguntas del viento que se repiten como un gong desquiciado;
y vuelve
porque volver es reescribir los ciclos,
tú eres un árbol,
para descubrirlo olvida tu ausencia
y reconoce en los círculos del tronco
las edades sin huella que ahora pretendes evocar en un poema.
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