De qué brocal el silencio del agua.
Tú y yo nacimos de los párpados mojados,
de la acequia relumbrante,
del estertor del río en el confín de la luna.
Y fueron riscos del manantial,
líquenes rumorosos,
soberbios musgos los duendes del azar.
Pero el sol y su luz de desiertos blancos,
la calidez de un estío de ocres praderas,
el horno atlántico de la ciudad encendida,
el sudor del páramo y el alcornocal herido,
los frutos del agua tibia, el maquillaje de un nombre
susurrado entre las velas nocturnas, tu compañía.
Son así las estaciones, lagos sólidos de calendarios
infinitos,
una cicatriz fría en aquel mes de noviembre,
la cruz bajo el carámbano,
la espiga oblonga y azul donde muere el pájaro,
donde el amarillo de la luz se solaza igual que un ángel
de fuego,
y la flor arrobada crece en un jardín como una novia
de ámbar
o un resplandeciente crisol que enrabieta al color.
Cuántas son las sombras,
cuánto el esqueje bajo la pirámide de la claridad,
en qué mundo de relojes ciegos sobreviven los labios,
la cercanía elíptica, los astros que se rozan como
cuevas sin ojos.
Mi memoria escribe cataratas,
mi memoria gotea en un cristal de láminas húmedas,
me baña con tu sonrisa de nenúfar,
quiere que el ánade vuele libre
como las nubes bienhechoras sobre el erial yerto,
sobre la ciudad tu rocío, sobre mí
la voz del ocaso que ya nada pregunta.
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