Yo que sé de la dama negra,
la dama negra,
paloma de lluvia,
alféizar de musgo,
latitud de azabache
bajo el carcaj de un violín roto.
la dama negra,
paloma de lluvia,
alféizar de musgo,
latitud de azabache
bajo el carcaj de un violín roto.
Nada sé de la incógnita de los planetas elípticos,
nada de los bosques sin flor,
ni de los verbos que transitan agujeros de granito,
suburbios de un aceite sepulcral.
Apenas intuyo el misterio canoro,
la luz antigua de los hospitales,
bibliotecas ambarinas,
el azúcar en la sal de los inviernos.
Mi ignorancia desprecia las máscaras,
surge de la claridad,
géiser de vida,
sin escrúpulos,
sin la lágrima de los cobardes,
sin el corazón tímido de los oficinistas.
Sé que el mercurio se iza cuando los pájaros viajan,
sé que dos labios fingen un eco,
sé que hay rodillas que sueñan con ser alas
como navíos en un mar de aire.
Mi indiferencia es un canon sin oratoria,
he visto un lunar en la sombra
y deduje que la ósmosis del color
ayuda a que crezca la nieve,
al rayo lo desdobla,
al pedigrí del reloj le devuelve el signo de la luz y de la noche,
como un papel traslucido en el fondo de un mar negro.
Lo que descubro se parece demasiado al olvido,
deja que la amnesia infinita ilumine mis axilas
y después háblame, de lugares perdidos,
de un hombre que boquea luz oscura,
de mí que he llovido en los sueños
sin entender nada,
extraño a la razón
igual que un loco que confunde su voz
con la voz de un dios inexistente.
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