Se inclina y el haz llueve como una linterna pobre.
En lugares hondos, fríos, lacrimal de la tejavana,
llega su eco de tiovivo blanco
igual que un ave encendida
al arrojar su luz en la ceniza.
Detrás del ónice palpitan las sombras,
la habitación es un hongo inmenso
que ampara mi silencio con hojas de palma,
eternidad del ocre en la cruz nómada.
Cuando retorno a mi ciudad,
en las plumas de los pájaros,
la fosforescencia inútil rocía la voz del viento,
comprendo entonces que las luciérnagas son mitos de
carne
y que en todo ser existe un don de ascuas,
un fuego ambiguo donde el sol escribe epitafios de
niebla.
Ahora, en el tul de mi bolsillo,
el rondo de la luz calla,
aprieto la hondura de su esqueleto lumínico,
ahogo su lengua,
lengua oscilante,
elipsis blanca,
motor ácido que llama al tritón,
al pescador ciego que regresa a su noche.
Mi faro es un imán de flores ardientes,
las olas repican
- atmósfera de yeguas, espuma tropical en el agosto de
enero-
porque se aproxima mi cuerpo a su rastro,
el niño bajo la estela, el suburbio y la lejanía en el
cristal,
espejos que mandan un mensaje de bahías cónicas,
un sur tranquilo
sin añoranza
ni tempestad.
He vivido en el solar,
en la tierra seca,
en el almidón que los montes siembran
bajo un ardid de cuadrigas invencibles,
aun así, lejos del mar,
su garganta de sol me acompaña,
una veleta de algas,
un espigón de lumbre,
un gnomon invisible sobre la luna proscrita
me dirige hacia el horizonte del agua,
mi portal,
mi sed,
a ese lugar donde mi dedo índice señala el insomnio de
los barcos
y les da un refugio de coral
después del aliento que aún supura en sus branquias de
oro,
linces del mar que avizoran, por fin,
el misterio de los océanos vertebrados.
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