sábado, 2 de enero de 2021

El faro en mi bolsillo





Se inclina y el haz llueve como una linterna pobre.

 

En lugares hondos, fríos, lacrimal de la tejavana,

llega su eco de tiovivo blanco

igual que un ave encendida

al arrojar su luz en la ceniza.

 

Detrás del ónice palpitan las sombras,

la habitación es un hongo inmenso

que ampara mi silencio con hojas de palma,

eternidad del ocre en la cruz nómada.

 

Cuando retorno a mi ciudad,

en las plumas de los pájaros,

la fosforescencia inútil rocía la voz del viento,

comprendo entonces que las luciérnagas son mitos de carne

y que en todo ser existe un don de ascuas,

un fuego ambiguo donde el sol escribe epitafios de niebla.

 

Ahora, en el tul de mi bolsillo,

el rondo de la luz calla,

aprieto la hondura de su esqueleto lumínico,

ahogo su lengua,

lengua oscilante,

elipsis blanca,

motor ácido que llama al tritón,

al pescador ciego que regresa a su noche.

 

Mi faro es un imán de flores ardientes,

las olas repican

- atmósfera de yeguas, espuma tropical en el agosto de enero-

porque se aproxima mi cuerpo a su rastro,

el niño bajo la estela, el suburbio y la lejanía en el cristal,

espejos que mandan un mensaje de bahías cónicas,

un sur tranquilo

sin añoranza

ni tempestad.

 

He vivido en el solar,

en la tierra seca,

en el almidón que los montes siembran

bajo un ardid de cuadrigas invencibles,

aun así, lejos del mar,

su garganta de sol me acompaña,

una veleta de algas,

un espigón de lumbre,

un gnomon invisible sobre la luna proscrita

me dirige hacia el horizonte del agua,

mi portal,

mi sed,

a ese lugar donde mi dedo índice señala el insomnio de los barcos

y les da un refugio de coral

después del aliento que aún supura en sus branquias de oro,

linces del mar que avizoran, por fin,

el misterio de los océanos vertebrados.

 

 

 

 

 

 

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