en el silencio invisible,
en jaulas cautivas
donde solo habita la luna opaca.
Aunque ahora pienses en cisnes,
naufragando,
heridos,
con la membrana aterida
y el corazón palpitante.
Aunque los vidrios nos mientan
y el sol no refleje el calor de los cuerpos,
y seas un halo espectral entre los suburbios de mi
estancia,
y vivas en los trenes perdidos como un vagón deshojado,
sin rieles,
sin abril
ni mañana
en el horizonte;
todo regresa en un hallazgo de luz,
la claridad te ronda la piel,
escribe un anuncio de nomeolvides
en tu sien, y la flor te habla con su voz tibia,
te dice: “escalofrío, instante, locura, nieve”.
Y recuerdas los inviernos con ojos insomnes,
con el seno altivo,
con las virutas del amor doliéndose
en las esquinas de tus poros,
allí en la cuadratura posible del reloj
- el tuyo dorado, fúlgido, perfecto de vocales,
el mío tizón de azabache, lento como el hierro que
cruje
y no calcina, hostil, triste, ambiguo-.
El pensamiento se agiganta
y ya somos dos atletas sin laurel,
dobles como los jacintos rojos en el jardín prohibido,
bravíos caballos que surcan las olas con ángeles en
llamas
y un olor a madreselva que azuza el misterio.
Crines en el aire, rodando, abrazándose en su
vertiginosa caída.
¿Qué es la noche sino la sombra líquida en un ventanal
de agua negra?
Mira la calle, de tu casa a mi hogar
hay golondrinas que sueñan con nuestros párpados
abiertos,
así dibujas las horas que fuimos
en un telar de humo
-lo mismo que yo al verte en el espejo de la
juventud-,
galopamos y llueven
sobre la vida plumas rotas,
con círculos, palabras volátiles,
fulgor y olvido.
Será que tú entretejes mi voz,
y yo tu cuerpo en mi piel, cicatriz o tatuaje
donde tú aúllas por mí,
y yo por ti,
igual que dos lobos sin bosque.
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