Crepitan los leños con sus quejidos
corales,
el humo crece hacia la recóndita bocana
de la chimenea,
una luz amarillenta y rojiza aflora a tu
tez,
da rubor a tu piel ya húmeda de sentir la
lengua viva
y caliente de la llama.
Los dos callados como estatuas de carne
que miran la magia del tizón enardecido,
la danza prodigiosa que inició la yesca
prendiendo en la noche con la ayuda de un
papel
y la brasa de un cigarro que de pronto
yace entre mis dedos
como un cilindro que se consume igual que
la vida
se consume en mi corazón envejecido.
Y muere también la madera en crisol de ascuas
mientras reflexiono sobre la humana
condición
que nos regaló un día este bien preciado
gracias al cual sobrevivimos
ante el frío hostil de los más duros inviernos.
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