La ciudad se preguntaba por la huella de sus jardines,
la sombra que crece como un hada de amor
y deja sin voz a la canícula.
La ciudad era un verano de cabellos grises
bajo el alma sin nombre de los soportales
que son línea de defensa, sombría negación del asfalto,
comercios que le dicen al fantasma que se enseñorea
como sol de oriente que hay una elipse que cumplen los horarios,
un círculo feliz donde el tiempo sonríe,
ávido de su naturaleza que va y viene como un abanico sin límites,
igual que una noria entristecida por el eco que en la luz arroja
su desnuda senda de fulgor y entretenida niebla
-al romper la caricia del alba-
o su caudal marchito de sombras caídas,
flores sin la magia de la luz, opaco el músculo de la noche
que se apropia de la cansada fe que riela sobre el mar,
y lanza su lengua en una última llamarada
hasta el breve instante en que la penumbra es roja
y el sol un diminuto ojo que se extingue
bajo el párpado de la ceniza negra que le hace un guiño a la quietud.
Amantes los dos de los segundos del frenesí,
cruce de vientos altivos que, sin embargo, se solazan
en el silencio de la ósmosis, en la rueca sin fin
con que la vida nos teje al alud de las horas,
al tenebroso amanecer que es de ámbar y uva dorada.
¿Te reconoces acaso en el insecto paralizado en su cruz de resina y amor,
de vicisitud y lánguidas historias donde ya no eres virgen
porque tu vieja herencia la reclama el cauce de un río legendario
que hace tiempo te arrastró a la sed inmortal de los acantilados,
al faro sin luz, en su base tú ves otra luz-fingida-
a la catarata de este día que se vierte al crepúsculo.
Pero la ciudad esconde un rostro de caliza,
los pájaros aletean en las copas sin que los árboles bailen,
en la plaza más grande escucho los ecos que ya nadie escucha,
la muchedumbre es de añil como un cielo invencible,
y hasta aquí llegan los murciélagos del sur,
hasta mí que no soy ciudad, ni cornisa, ni balcón,
ni desván, ni sótano, ni alféizar al que se asoma
el desvarío de mis sueños.
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