A veces izo los brazos como
si quisiera que de mí brotaran cometas.
Esta flor de la ilusión es mi
tesoro, mi nave que surca el mar de los días
con el tallo enhiesto, con
los pétalos firmes, con el sol dorando su piel de seda,
su racimo de color.
También le hablo a los
espejos como si el futuro pudiera verse
en la lisa textura del
azogue, allí soy adalid sin espada,
corazón de lobo en la nieve,
cisne azul en un manglar abierto
a los ciclos de la felicidad.
Si me nombras la bandera de
la esperanza
yo sostengo su mástil ante la
furia de la intemperie,
si los años exhiben su
inevitable decadencia
en mí no hallarán el rastro
triste de la pena,
ni el cansancio de una vejez
asumida.
Yo soy la llama que se agota
en el candil,
pero resiste a su olvido,
soy la cremallera que todavía
se eleva
aunque sus dientes sean de
espuma
y su enredada cicatriz no me
salve del azar.
Hay en la inocencia un sol
inaudito,
un ambiguo resplandor que no
llama a las puertas de la noche,
un eco celestial que en mis
oídos se hace de oro;
hay en la inocencia un
cristal que el tiempo no pule
ni puede dañar la luz tan
viva de su feliz solsticio.
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