Tú me recordabas como piedra,
inmóvil en mi gesto de perfil sin ángulos,
recio como un monolito que soporta
el aire mordedor de los páramos.
Y, sin embargo, aprendí a nadar en el agua
que trazó un círculo de olas sobre la playa de mi isla,
y así avance por los lirios que el húmedo rocío entregaba a la luz,
quise que mi rostro en el último de los espejos
fuera un lago con su lisa piel de madre,
ambicioné ser la blanca flor de un afluente niño,
el manglar quieto donde los peces rondan la sal,
entreví el cáliz del sol sobre la penumbra del crepúsculo,
el glaciar era un poliedro de vértices afilados
donde tu nombre se escribía con letras de escarcha.
Llovía y su caudal de gotas formó un jardín de lágrimas dulces
en la quietud de mis ojos, un deja vu que me regalaba sueños húmedos,
paraguas rotos que dejaban pasar los besos del agua en mi boca
entre un júbilo de risas y canciones como un ritmo frágil de fuentes
que susurraran, desafiantes, el nombre de un ángel caído.
Créeme, aunque sea fósil mi cuerpo, aunque me visite la argamasa más vivaz
y en el cobre de las estatuas yo halle mi aliento,
solo ansío fluir como un hilo insomne que no cesa de verter
en los cauces invisibles de la fiebre núbil el caudal de las horas,
lejos de la pared que alguien vistió con el ropaje antiguo de la vejez.
Y así bajo la moldura de unos labios sin grietas me arrojo a la catarata incandescente
de tu manantial y navego entre tus olas de espuma, con mi barco de caliza,
de pórfido, de mármol blanco, entre un confín de ríos y mares
que son el mapa que un día me regalaste sin saber que era de agua tu voz
y mi silencio un acantilado mudo, que aprendió a nadar, recorriéndote.
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