Devuélveme el recuerdo de la luna en el cristal de la habitación.
La mano áspera de un padre, el amor que se derrama sobre mí
y una luz de atardecer perenne son recuerdos de un niño
que aún no aprendió a ser niño.
Lápices de colores en la escuela, el fútbol como un tótem
con porterías de diamante y la lluvia mojando las risas
en un recreo de noviembre.
La bicicleta con la que quise escalar hasta una nube,
los pelos juveniles brotando en el silencio de las axilas,
en la torre de un sexo todavía diminuto, el bozo como una lágrima negra.
Y la rosa de una cicatriz en los labios abriéndose con murmullos de agua,
el corazón que palpita hasta el rubor de una piel húmeda,
la voz de madre riñendo con palabras de abril
y un eco de ninfas en jardines sin río.
Los viajes con la luz enfebrecida de los veranos,
agosto igual que un espejismo de playas desnudas sin pájaros,
hubo castillos y puentes, el mar o las crestas nevadas,
estuarios como raíces que silabearon idiomas dulces antes del crepúsculo,
bulevares con magnolios del sur, un dios con forma de volcán
donde bruñían flores de satén.
Y la sombra de un cauce seco, la ruta ensimismada del hombre maduro,
los hijos y las deudas, el trabajo que ya no es la atmósfera de un sueño,
los recuerdos empiezan a volverse hologramas que en las paredes repiten
el film que un día rodaste y que una y otra vez revives como un caleidoscopio sin fin.
Yo sé que los recuerdos son también el presente,
por eso ahora escribo, para que una balsa de letras
acompañe mi voz cuando en el silencio de la edad solo se escuche
un golpe de remos sobre un río que del manantial de mi memoria brota
para que yo no naufrague en lo que me resta de vida.
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