En el nido pían seis bocas de futuro. Frágil la estatura
y la piel ocre, mi esqueleto brinca sobre un mar en calma,
palomas en los ojos y el sur como un extraño presagio
de sol y color, de cuerpos alegres sin un nombre ni una edad.
Mi tierra es un jardín húmedo, un bosque arracimado,
una voz que solo habla en abril; mi mundo son olas sin espuma
que atraviesan el círculo de los relojes como lentos besos de vida,
como alfiles que no aman las diagonales y quieren un latido
que les guie por la órbita de los minutos que forman mi tablero
fugaz. Tengo heridas que no sana la luz, calambres de resquemor
que invocan al perdón, un hijo y una mujer que tienen alas y no lo saben,
libros que murieron en el surco de mis ojeras sin dar a luz su verdad.
Y es que mi envoltorio, de huesos, piel y sangre, de vísceras rojas
y alma dormida es una flor mustia que necesita el agua de los remansos,
el río fluye y me arrastra su noche; y me lleva, tras de sí, la sed del tiempo
con sus párpados abiertos hacia un mar que se parece demasiado al olvido.
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