El día es
el mismo para todos, pero aquí su latido
no se
escucha. El pedazo de carne que soy lleva
una nube
mortal en su interior, suda el pulmón
un ángelus
y el bisturí saja un alma, destruye el nido
del dolor,
libera el costillar ya roído por el flujo de la vida.
Y muere la
luz en los visillos de la habitación y está inmóvil
mi voz, y
ligaduras de silencio impiden que mi cuerpo flote,
un lento
palpitar de enfermeras asoma con un recitado breve
y una
acción rápida, mientras las horas callan su algarabía
y un dolor
frío, labial, hinca sus dientes en mi costado,
con su
hielo carmesí y voraz, con la herida que se vierte
en un
estómago de plástico y largos tubos traslucidos
que se
enroscan como arabesco sobre un suelo geométrico
de
sintasol. Las mañanas no son azules, el mundo viaja en un tren
perdido, el
médico dice que ya ha pasado lo peor, mi mujer me cuida,
mis
familiares me animan. Sé que pronto volverá a mí el tiempo
de los días
sin penumbra, en los que la luz es la luz, y la vida, la vida.
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