Su cabello
se encrespa entre las olas, aire indócil,
vértebra
alzada sobre los surcos del agua, el lápiz
de su torre
como un dedo altivo ilumina el filtro
innombrable
del océano, la amura de los barcos
que hincan
sus estribos sumerge su faz azul, roja,
como una
piel eternamente lavada, como un golpe
que
levantase gotas con peces abisales en su rocío
o leyendas
de marinos a la deriva bajo un cielo malva,
y un grito
de olas alzándose como un muro blanco,
un hielo de espuma, una corona sepulcral de rizos álgidos
y rotunda
sed en las entrañas. Pero también hay luz
que brota
como flor de cristal y pájaros sin nombre,
la plaza rectangular donde una estatua con piel de mujer
y orín de estío en los hombros desafía al sol, aleve.
Ciudad de púrpura
mojada, sangre de sal y versos,
testuz de
yunque y piedra, vestida de rocas y algas
como una sibila atlántica, táctil es su aliento de septentrión,
ciudad sin baluartes, húmeda como lengua de lluvia,
frágil como
nieve de galería, luz de plata en su costillar
donde ya no
existen las sombras, donde ya no anida mi voz.
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