“Hacés demasiado caso a unas pocas metáforas”.
La maga a Horacio Oliveira.
Rocamadour respira,
Rocamadour llora,
Rocamadour existe.
El aire de las palabras es un trampolín inverso,
mi candidez de niña escucha el frenesí de los sustantivos
que alzan su cáliz de razón y dogma hasta la cúspide
de un intelecto núbil.
Un jardín prohibido donde mi calor no llega,
donde los sinónimos preguntan por su áspid,
donde la literatura vuela y crea telarañas
y lunes rotos y doctrinas de escayola.
Qué vive en mi interior que no sea oscuridad.
En un Gitanes hallo monstruos, me mira el censor
-barba rala, cejijunta su sed de esteta, arrastrando el idioma
como un arpegio triste-con su lente de sueños;
y yo me despido, mascullo, rescato mis medias olvidadas en el tendal,
convoco adjetivos como un ángel concita a la noche,
me refugio en los palacios de mi imaginación,
princesa que olvida su corona en los soportales
mientras la luna dibuja el nombre de las gárgolas
en los lomos del pont neuf.
Qué sinrazón no se vuelve, al fin, mar.
En cuál tabuco me ignoró su voz de lagarto,
dónde las horas en que su cintura huyó de la mía
como la mudez huye del temblor del aullido.
Y, de pronto, un partir sin alharaca,
suicidios lentos en gotas de café,
soliloquios y teorías,
la melancolía de los tangos
un alfil donde el jazz muerde,
la memoria del felino que abandoné un jueves bajo las marquesinas de la luz.
Todo quedará atrás.
Rocamadour sobrevive,
Rocamadour respira,
Rocamadour no volverá a sentir el aliento del Leviatán.
Y yo lo celebro.
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