Yo escribí
versos blancos en sus paredes,
versos
invisibles que recité a solas.
Cuando el
viento golpea en los cristales se desempolvan los recuerdos,
es como si
un gong sonara, y las voces, los minutos perdidos,
las
esperas, las noches sin dormir o las costumbres ya idas,
volvieran igual
que una juventud que se negara a envejecer.
Allí estáis
mis familiares,
no solo en
las fotografías,
habéis
vuelto con la sonrisa y la pena,
con el amor
y la duda,
con los
secretos que nunca conocí,
con la edad
que ya no tenéis.
Y es un
jardín de libros abiertos mi memoria,
las
aventuras en los mares del sur,
el oeste
indómito, la intriga y el asesinato ficticio,
las novelas
de iniciación a una vida
que nunca viviré
así.
La mirada
vuelve a buscarla, su caminar indolente,
el rubio
cabello, los jeans ajustados a unas piernas esquivas
y su nombre,
que musito cuando la música impide que nadie me oiga;
son cosas
de adolescente, la inocencia resulta entrañable
y se
regocija con los sueños.
Y el mapa
de los muebles,
las
rotundas formas en el corazón de la caoba,
cómodas
altas como navíos, alacenas de misterio,
armarios
donde el alcanfor reina,
camas que aún
guardan la huella de los cuerpos,
mi
librería, pequeña como un tesoro
que
reproduzco cada día en mi sentir.
Y los
olores, los aromas que llegan de la cocina,
el perfume
de madre, la lavanda y la sutileza del jabón
en el
cuello de mi hermana, también el olor a vida,
a pulsión y
a deseo, a trabajo y a carne,
algún día a
muerte, a mi muerte
que será la
muerte de esta casa
y de los
recuerdos que ahora evoco.
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