sábado, 9 de julio de 2022

Lluvia y madrugada

 

Entre los goznes del carro de la pordiosera

la lluvia es un ejército de grillos que lloran su cautividad.

 

El trastorno de la luz en los vericuetos de la niebla,

nimbado el rododendro por la luz amarilla de un rótulo,

caminos de luna, porque la noche vierte enjambres de amor,

lágrimas de liquen, ausencia de hongos de plata en tu nombre.

 

Veré a la diosa de los cristales verdes,

cuya forma de relámpago pétreo abomina de las gotas,

de su orden legionario, de su insignificancia sin el eco

de sus hermanas en la caída, siempre llueve sin estrépito

en la callada vida.

 

Murciélagos que han sentido mi ternura me persiguen,

quisieran un calor que no conocen,

quisieran el latido uniforme de su llamada convertirse en un delta

sobre las colinas del aire, un tobogán vertiginoso

que sangrase entre nubes de alabastro,

una senda de chillidos donde las sílabas ignotas

descubran un silencio de rebaño,

un mar de alas y ceguera,

un refugio ciego de criaturas que imploran una respuesta,

el don del coro, el agua fluida de la molécula en el vientre oscuro.

 

Y es que son las tres de la madrugada

y no hay pisadas, ni diálogos,

ni la alegría vence al sueño,

solo luces de neón en las esquinas,

el aullido del insomne desde su balcón de hojalata,

los bares y su detritus, el sol de mentira en el rostro de la catedral

y la música del azar en los soliloquios de un compás;

letras sin versos que ofuscan el alma,

saxofones pervertidos por la droga,

amantes excelsos, cantos de libertad en la voz de los poetas virginales,

el ardor de un arpegio que penetra en la oscuridad profunda de mi ser

y crea un fuego, una llama de esperanza cautiva.

 

Llueve en la hora gris de las brujas,

bajo los soportales también llueve,

llueve en mi piel, lloverá en el mañana

cuando la ciudad no exista y solo sea un recuerdo su abrigo,

ese abrigo, con forma de ilusión, que a los veinte años

vestí en todas y cada una de mis noches.

 

 

 


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