Entre los
goznes del carro de la pordiosera
la lluvia
es un ejército de grillos que lloran su cautividad.
El
trastorno de la luz en los vericuetos de la niebla,
nimbado el rododendro
por la luz amarilla de un rótulo,
caminos de luna,
porque la noche vierte enjambres de amor,
lágrimas de
liquen, ausencia de hongos de plata en tu nombre.
Veré a la
diosa de los cristales verdes,
cuya forma
de relámpago pétreo abomina de las gotas,
de su orden
legionario, de su insignificancia sin el eco
de sus
hermanas en la caída, siempre llueve sin estrépito
en la
callada vida.
Murciélagos
que han sentido mi ternura me persiguen,
quisieran
un calor que no conocen,
quisieran
el latido uniforme de su llamada convertirse en un delta
sobre las
colinas del aire, un tobogán vertiginoso
que sangrase
entre nubes de alabastro,
una senda
de chillidos donde las sílabas ignotas
descubran
un silencio de rebaño,
un mar de
alas y ceguera,
un refugio
ciego de criaturas que imploran una respuesta,
el don del
coro, el agua fluida de la molécula en el vientre oscuro.
Y es que
son las tres de la madrugada
y no hay
pisadas, ni diálogos,
ni la alegría
vence al sueño,
solo luces
de neón en las esquinas,
el aullido
del insomne desde su balcón de hojalata,
los bares y
su detritus, el sol de mentira en el rostro de la catedral
y la música
del azar en los soliloquios de un compás;
letras sin
versos que ofuscan el alma,
saxofones
pervertidos por la droga,
amantes
excelsos, cantos de libertad en la voz de los poetas virginales,
el ardor de
un arpegio que penetra en la oscuridad profunda de mi ser
y crea un
fuego, una llama de esperanza cautiva.
Llueve en
la hora gris de las brujas,
bajo los
soportales también llueve,
llueve en
mi piel, lloverá en el mañana
cuando la
ciudad no exista y solo sea un recuerdo su abrigo,
ese abrigo,
con forma de ilusión, que a los veinte años
vestí en todas
y cada una de mis noches.
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