sábado, 30 de julio de 2022

Los mundos vírgenes

 

El mismo pájaro sobrevuela el mar y luego se alza

hasta la cumbre, planea, se solaza, busca su alimento

mientras el aire encanece, vertebrado, marino, montañés;

un suspiro eterno del que brota la bruma, una galerna

que en el horizonte reverbera en rosa, en gris, en azul,

el mar de plata se encoge, llegará el pulso de la vida,

la atmósfera invencible que en el verano espacia los relámpagos,

extiende el agua sobre el agua, mixtura el rayo con la ola,

ilumina en la lejanía círculos irisados donde el navío

es un fulgor de hierros que penetra el haz con el designio

mortal de un cazador en la entraña del monstruo. Pero

nosotros queremos la vena, las paredes graníticas,

altas como pulgares inmensos, el verdor del haya,

del roble, del pino y el laurel, queremos la paciencia

del río y el misterio del águila, queremos al altar del granito,

la cima arrebolada, las nubes posándose como sábanas de nieve,

el gorjeo infinito de las aves, la culebra bajo la peña, el corzo

que trepa hacia la altura, siempre más alto y más lejos,

siempre en el vértigo de la huida. Casas de uno o dos pisos,

enjalbegadas amorosamente, la madera como un engarce finísimo,

el hogar cautivo de la montaña. La tez del invierno no se adivina

tras el calor este día de julio, el pedregal asoma su dentadura,

sin fiereza, como un bostezo en el azul. Hay algo aquí

de eternidad, una pulsión de siglos recorre los hayedos

como un céfiro sin memoria, el amanecer repite, cada día,

en la cordillera del mundo su abrazo de luz, nace el claror,

muere la noche. En el interior de la ermita el alba es un dios.


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