El mismo
pájaro sobrevuela el mar y luego se alza
hasta la
cumbre, planea, se solaza, busca su alimento
mientras el
aire encanece, vertebrado, marino, montañés;
un suspiro
eterno del que brota la bruma, una galerna
que en el
horizonte reverbera en rosa, en gris, en azul,
el mar de
plata se encoge, llegará el pulso de la vida,
la
atmósfera invencible que en el verano espacia los relámpagos,
extiende el
agua sobre el agua, mixtura el rayo con la ola,
ilumina en
la lejanía círculos irisados donde el navío
es un
fulgor de hierros que penetra el haz con el designio
mortal de
un cazador en la entraña del monstruo. Pero
nosotros
queremos la vena, las paredes graníticas,
altas como
pulgares inmensos, el verdor del haya,
del roble, del
pino y el laurel, queremos la paciencia
del río y
el misterio del águila, queremos al altar del granito,
la cima
arrebolada, las nubes posándose como sábanas de nieve,
el gorjeo
infinito de las aves, la culebra bajo la peña, el corzo
que trepa
hacia la altura, siempre más alto y más lejos,
siempre en
el vértigo de la huida. Casas de uno o dos pisos,
enjalbegadas
amorosamente, la madera como un engarce finísimo,
el hogar
cautivo de la montaña. La tez del invierno no se adivina
tras el calor
este día de julio, el pedregal asoma su dentadura,
sin
fiereza, como un bostezo en el azul. Hay algo aquí
de
eternidad, una pulsión de siglos recorre los hayedos
como un céfiro
sin memoria, el amanecer repite, cada día,
en la cordillera
del mundo su abrazo de luz, nace el claror,
muere la
noche. En el interior de la ermita el alba es un dios.
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