El grosor de su arena, las rocas alzándose
ocres como gibas de narval, esas olas
mansas creciendo en su ataúd, la espuma
débil del agotado rizo, el viento que se aleja
hacia la bocana gris, hacia el corazón del faro,
hacia la sangre que el matadero vierte en el agua
inocente del mar. Todas las playas son un latido,
en todas, las crestas salvajes ronronean, en todas
muere el sol en el crepúsculo con su anular incandescente.
Yo veo el horizonte, las barcas de colores vivos,
ese ejército de gaviotas que chillan, rozándose,
los recortados salientes, las bahías como dentaduras
sin cuerpo, la cala verdecida, el turquesa que se arroja
bajo los palmerales, la enorme lengua amarilla
que la tierra luce como una corona ancestral.
Y yo, tan pequeño, desde mi toalla a cuadros,
miro su prístino azul y evoco a las islas de Grecia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario