Una misma voz,
el pensamiento firme como un pilar,
este navío en el piélago de oro
sin memoria
ni infancia.
Tu piel es un árbol joven
con nidos frágiles en su ramaje oscuro.
Mi piel,
casi vieja, costra del sol,
se mira en el espejo de tu nieve.
Hay portales que el léxico engalana,
rosas de tiempo en el futuro de la magia,
una herencia sin perfil,
solo dibujos en el corazón
que nos une.
Aquel teatro
donde los músculos
como islas de frutales húmedos
conocían el sudor de las axilas,
dos vientres que copulan la luz
después del insomnio de unos pájaros
sin ardid.
Queda en las orillas
todo el crepúsculo
que los relojes
con hilos pálidos
tejen.
Ahora las palabras son su envés,
ese orden sin mácula ya no existe en los enigmas,
y llega la lombriz con ojos de carne
al suelo,
hogar sin ramas,
laberintos del rencor
donde cualquier adjetivo es una herida,
un presagio que niega
el perdón inmaduro de los neonatos.
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